“POSTPOSITIVISMO, LÍMITES DEL DERECHO Y ACTIVISMO JUDICIAL”

Por concepción del Derecho puede entenderse el conjunto articulado de respuestas que cabe dar a las cuestiones más básicas en relación con el Derecho. Una de ellas, quizás la más básica, es la de cómo trazar los límites del Derecho, esto es, cuáles son las fronteras entre lo que es y lo que no es el Derecho, entre el Derecho y su entorno, y cómo se establece esa distinción o, dicho de otra manera, qué naturaleza tienen esos límites.

En general, y muy en particular por lo que se refiere al mundo latino, la concepción dominante del Derecho parece haber sido en los últimos tiempos (y continúa siéndolo) el positivismo normativista, esto es, la idea de que el Derecho consiste básicamente en un conjunto de normas. Hay, naturalmente, diversas maneras de entender las normas y de clasificarlas y, en consecuencia, diversas formas de trazar la distinción entre las normas jurídicas y las de carácter moral o de otro tipo. En términos generales, creo que hoy predomina una visión sistemática u holística (se trata de caracterizar al conjunto, no a cada uno de sus componentes) que tiende a destacar las notas de coactividad y de dinamicidad para distinguir, en particular, el Derecho de la moral; o sea, a diferencia de las normas jurídicas, las de carácter moral no pueden imponerse mediante el ejercicio de la fuerza física, y no existen tampoco órganos, instituciones, encargados de la gestión de esas normas: de su creación, interpretación y aplicación.

Esa concepción del Derecho está obviamente condicionada por una serie de factores históricos de diverso tipo: económicos, culturales, políticos, etc. Entre otras cosas, presupone la existencia del Estado moderno y del fenómeno que suele denominarse como “positivización” del Derecho. En relación con lo primero, basta con recordar la clásica definición del Estado moderno que daba Max Weber: “aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio (…) reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima” (Weber 1964, p. 1056); o sea, el Estado provee los medios coactivos y burocráticos que configuran de alguna manera la “diferencia específica” de la normatividad jurídica en relación con otras normatividades sociales.  Y “positivización del Derecho”, siguiendo ahora a Niklas Luhmann, significa no sólo que el Derecho se establece y vale en virtud de una decisión, sino también que “el Derecho es experimentado como válido en base a esa decisión, en cuanto elegido en relación con otras posibilidades y, por tanto, como transformable en cualquier momento” (Luhmann 1990, p. 115). Esa “positividad” del Derecho se habría alcanzado, según Luhmann, en algunos países europeos en el siglo XIX y se habría extendido luego a otros ámbitos geográficos, e implica, entre otras cosas, que la legitimación del Derecho no se hace depender ya de la tradición o de la naturaleza, o sea, de algún elemento material (de valores o principios superiores del Derecho) sino del procedimiento: “En la medida en la que tal ‘legitimación a través del procedimiento’ tiene éxito, el sistema político se legitima a sí mismo y al Derecho por él producido. Su legitimidad se hace más independiente de las representaciones de valor institucionalizadas de manera durable  en la sociedad” (p. 125). Y uno puede, desde luego, discrepar con el aspecto normativo de la tesis de Luhmann, pero sin duda la misma contiene también un elemento descriptivo y explicativo que conviene tomar en serio. Pues la misma ofrece un esquema que parece plausible (sin entrar en sus detalles) para dar cuenta de la vigencia del positivismo jurídico durante los siglos XIX y XX (en los países que solemos considerar como más avanzados), y el consiguiente desplazamiento del anterior paradigma iusnaturalista. O sea, si recordamos las que suelen ser consideradas como tesis básicas del positivismo jurídico, parece claro que la primera de ellas (la de las fuentes sociales del Derecho) no viene a ser otra cosa que una reproducción (en el nivel de la teoría) de lo que hemos llamado positivización del Derecho; y algo parecido puede decirse de la segunda (la de la separación conceptual entre el Derecho y la moral), que traduce la creciente tendencia a la autonomización de los diversos subsistemas sociales en el mundo moderno, lo que, según Luhmann, es un fenómeno estrechamente vinculado con el de la positivización del Derecho.

Pues bien, si el positivismo jurídico es una concepción del Derecho vinculada a una determinada configuración de la sociedad, de la economía, de la cultura y del propio Derecho, bien pudiera ser que los grandes cambios que en todos esos sistemas o subsistemas se han producido en los últimos tiempos hayan hecho que el positivismo jurídico haya dejado de ser, por así decirlo, una concepción “funcional” en relación con los ordenamientos jurídicos contemporáneos. Pero aquí, para aclarar este punto, conviene hacer algunas distinciones sobre la manera de entender la teoría del Derecho.

Lo que pretendo decir es que una teoría del Derecho puede tener pretensiones esencialmente “teóricas” (descriptivas y explicativas), o bien (digamos, además de teóricas), prácticas, en el sentido de que se propone servir de guía para las actividades vinculadas con la creación, interpretación y aplicación del Derecho. Además, dentro de las que asumen un propósito práctico, el mismo puede consistir en contribuir al mantenimiento de una cierta práctica social (la teoría del Derecho sería entonces funcional en relación con la “lógica social” predominante: sea la que fuere), o bien a cambiarla (se trataría entonces de una teoría del Derecho al servicio de la transformación social, también en un sentido que puede dejarse sin definir por el momento). De manera que la “funcionalidad” de una teoría del Derecho puede interpretarse de maneras distintas. 

Mi tesis en relación con el positivismo jurídico es que esa concepción del Derecho, en todas sus variantes (aunque obviamente, en grados distintos), ofrece una descripción y explicación de nuestros ordenamientos jurídicos que es poco satisfactoria, como consecuencia en buena medida de los cambios que han tenido lugar en los últimos tiempos: básicamente, el fenómeno de la globalización y del constitucionalismo. Y ha perdido también la capacidad de guiar la práctica jurídica, dicho esto en relación con las concepciones de iuspositivismo que tenían o que tienen esa ambición. Y la causa más profunda de esas dos deficiencias, en mi opinión, radica en lo que puede llamarse la “ideología de la separación” que parece unir a todos los autores positivistas. Se trata de un empeño por trazar fronteras demasiado tajantes entre el Derecho y su entorno, entre el Derecho, la moral y la política, entre el ser y el deber ser del Derecho, entre lo descriptivo y lo prescriptivo y valorativo, entre la legislación y la jurisdicción, etcétera. Y si hablo aquí de “ideología” no es porque yo piense que esas distinciones carecen de sentido, sino porque me parece que hay que entenderlas de una manera distinta a como lo hacen los positivistas o, dicho de otra manera, hay que ser capaz de captar tanto las discontinuidades como las continuidades, para lo cual, por otro lado, se requiere algo así como un cambio en la ontología del Derecho. Me explico.

El rasgo central del postpositivismo (una concepción del Derecho en la que cabe incluir a autores como Dworkin, Alexy, Nino o el “segundo MacCormick”) consiste en  ver el Derecho no exclusivamente como un conjunto de normas, sino, fundamentalmente, como una práctica social encaminada al logro de ciertos fines y valores. No se trata de negar el aspecto autoritativo del Derecho, sino de comprender que las normas, la coacción, etc. constituyen algo así como la forma, la organización externa del Derecho, que debe acoplarse con su lado “interno”, con el Derecho considerado como un sistema de fines o como una idea de fin (el origen reciente del postpositivismo está en Ihering, en el “segundo Ihering”). Y aquí es donde se inserta precisamente el cambio ontológico al que antes me refería: el Derecho no es simplemente un objeto (un conjunto de normas establecidas autoritativamente) que está ahí fuera y que la teoría ha de describir y explicar; sino, fundamentalmente, una empresa, un artefacto social (es una expresión de Fuller: él distinguió entre “artefactos” y “meras cosas” -objetos no creados intencionalmente-), una actividad en la que se articulan de manera muy compleja medios y fines, y en relación con la cual, más que de partes habría que hablar de fases. El Derecho, como alguna vez escribió Carlos Nino, es una actividad social que transcurre a lo largo del tiempo y que el teórico del Derecho (que –lo quiera o no- participa en la misma) contribuye a desarrollar. De manera que los propósitos de una teoría postpositivista del Derecho son también (además de cognoscitivos, en el sentido de describir, explicar y analizar conceptualmente) prácticos, normativos.

Ahora bien, una cosa es asumir que el Derecho tiene un carácter práctico, que consiste –como se ha dicho- en una práctica social guiada por fines y valores, y otra cosa es la manera de configurar esos fines y valores. Y aquí es donde el postpositivismo se diferencia de otras concepciones del Derecho que, reconociendo su naturaleza de práctica social, configuran la misma de acuerdo con valores de tipo tradicional (como ocurre con casi todos los autores que hoy se consideran iusnaturalistas o hermenéuticos). Para los iusfilósofos a los que he denominado postpositivistas, los valores son precisamente los del constitucionalismo contemporáneo, sin entrar tampoco aquí en detalles sobre cómo han de interpretarse esos valores. Pero lo que sí parece claro es que los derechos fundamentales proclamados en nuestras Constituciones no siempre tienen una traducción en el desarrollo del Derecho, en la experiencia jurídica (menos aún, si pensamos que el Derecho no es simplemente el Derecho del Estado o de los Estados, o sea, si asumimos alguna variante del pluralismo jurídico), de manera que la “funcionalidad” de esa teoría ha de ser inevitablemente (al menos, en una cierta medida), crítica. Volviendo a los planteamientos de Luhmann, los valores del constitucionalismo son incompatibles con la normatividad de su tesis: si el proceso de positivización no tiene un límite, esto es, si todo el Derecho puede ser cambiado y no hay otros criterios de legitimación que los de carácter simplemente procedimental, entonces no cabe hablar tampoco de derechos fundamentales (cuyo sentido es precisamente el de actuar como frenos –como limites- frente a lo que puedan decidir las mayorías); y si el Derecho fuera un sistema autopoiético y que se ha autonomizado completamente de la moral, entonces tampoco sería posible configurar nuestras prácticas jurídicas (especialmente, la jurisdicción y la dogmática) como prácticas guiadas por la idea de alcanzar el máximo desarrollo posible de los derechos fundamentales.

Pero todo esto no quiere decir tampoco que el postpositivismo sea una concepción teórica que promueva la “desdiferenciación” del Derecho o que niegue el carácter “positivo” o autoritativo del Derecho. En este aspecto, el postpositivismo se distingue de lo que a veces se denomina “neoconstitucionalismo” y que es una concepción, esta última,  difícil de caracterizar, porque el rótulo (me refiero al neoconstitucionalismo como teoría del Derecho) fue creado por autores iuspositivistas (de la llamada “escuela de Génova”) y con propósitos descalificatorios, con la consecuencia (querida o no) de que la connotación del concepto por ellos establecida no se correspondía con la denotación que pretendían darle. O sea, la reducción del Derecho a principios, la consideración del Derecho simplemente como una parte de la moral o el activismo judicial (el prescindir de las fronteras entre la legislación y la jurisdicción) no son rasgos que puedan atribuirse a ninguno de los autores antes mencionados  como postpositivistas. Quienes asumen esos postulados, los autores a los que propiamente cabe denominar “neoconstitucionalistas”, son, por cierto, muchos menos de los que a veces se piensa y, en mi opinión, no logran dar cuenta del funcionamiento de nuestros sistemas jurídicos (se trata de una concepción manifiestamente insostenible desde el punto de vista teórico) y no ofrecen tampoco una guía para la práctica jurídica (en especial, la de carácter judicial) que pueda considerarse satisfactoria. Luego volveré sobre esto.

Si vamos ahora a la cuestión de los límites del Derecho, lo que habría que decir es que el postpositivismo asume una posición que se sitúa en un punto intermedio entre el positivismo jurídico y el neoconstitucionalismo (o las llamadas “teorías críticas del Derecho”, con las que el neoconstitucionalismo está emparentado). O sea, los límites entre el Derecho, la moral y la política (los tres ámbitos clásicos de la razón práctica) son porosos, no pueden trazarse de la manera  radical (aunque se trate de una “radicalidad” únicamente en el plano metodológico o conceptual) que pretende el positivismo jurídico, pero eso no quiere decir que no existan esos límites, que el Derecho pueda reducirse sin más a moral o a política. La “unidad” de la razón práctica, que es una de las señas de identidad del postpositivismo, tiene un carácter complejo. Así, por un lado, es cierto que las razones últimas de un razonamiento justificativo (por ejemplo, el que lleva a cabo un juez al motivar una sentencia) son de carácter moral, o que la política condiciona la práctica jurídica en todas sus instancias (tanto en la producción como en la interpretación o aplicación del Derecho). Pero, por otro lado, el Derecho es una condición de posibilidad para que pueda existir la moralidad, y, como es obvio, un rasgo del constitucionalismo (entendido ahora como fenómeno jurídico-político) es el sometimiento del poder político al Derecho. Dicho quizás de otra manera, la moral y la política penetran en el Derecho a través de dos instituciones básicas de los ordenamientos jurídicos del Estado constitucional: los derechos fundamentales y el Estado de Derecho; pero, al mismo tiempo, el Derecho (o ese tipo de Derecho) agranda el ámbito de la moral y domestica (civiliza) el poder político. Eso significa también que el Derecho no equivale ni mucho menos a la moral: digamos, hay tanto una moral interna como una moral externa al Derecho, y la función de esta última no puede ser otra que la de servir de crítica al Derecho establecido (incluido el Derecho de los Estados constitucionales, que sólo puede ser considerado como aproximadamente justo). Y significa, en fin, que el Derecho no se puede tampoco reducir a la política: precisamente porque se trata de un ejercicio de poder limitado y que sirve a fines en parte internos al propio Derecho. Los tres componentes de la racionalidad práctica están, por lo tanto, interrelacionados, pero se trata de una relación que no es sólo de complementariedad, sino también de tensión. Se puede decir entonces que el Derecho opera como una especie de puente entre  la moral y la política, pero siempre que se entienda que se trata de un puente que tanto une como separa (o sea, marca un límite).

Manuel Atienza Rodríguez

(Oviedo, 1951) es un jurista y filósofo del derecho español. Estudió su licenciatura en Derecho en la Universidad de Oviedo y posteriormente obtuvo el título de doctor en Derecho por la misma universidad, bajo la dirección de Elías Díaz. Se ha desempeñado en el ámbito académico y ha sido profesor y conferencista de numerosas universidades en todo el mundo, así como en tribunales y escuelas judiciales.

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